lunes, 27 de enero de 2014

Jaime Panqueva


Jaime Panqueva. Bogotano nacido en año aciago de 1973. Desde 1998 reside fuera de su país, trasegó por Alemania y España para finalmente residir en México, donde llegó al extremo de ostentar también la nacionalidad mexicana. Su primer trabajo narrativo de largo aliento, Tribulaciones de Chinos en Indias, fue galardonado con el premio nacional Juan Rulfo de primera novela 2009, y publicado en el 2011 por Grupo Planeta bajo el nombre de La rosa de la China. Su colección de cuentos El final de los tiempos apareció bajo el sello Nortestación en 2012.
Ha colaborado en las revistas literarias Letras Libres, Los Suicidas, revista en versión impresa y blog literario, UNI-Diversidad de Puebla y Parteaguas de Aguascalientes. Colaborador habitual del diario El Espectador de Colombia, en versión impresa y blog literario, y de Hebdomadario, en el Diario del Istmo, Coatzacoalcos. Reside en Irapuato, Guanajuato, donde publica una columna de opinión semanal y edita la sección La trinca del cuento, de reciente aparición. Es colaborador de Casa de la Cultura y coordina un taller de creación literaria, además del programa de Taller de Escritura Joven de Irapuato.



Alicia

Me gusta soñar que soy secretaria. Secretaria bilingüe. Trabajo para un abogado de ascendencia alemana, alto y rubio, que defiende a los pobres y tiene los modales de un príncipe europeo. Él llega todas las mañanas temprano al despacho; le gusta madrugar, e incluso cuando llego yo, ya ha preparado el café y tiene varias cartas que dictarme. Me siento con mi faldita corta frente a él y cruzo la pierna. Noto el estremecimiento íntimo que lo sacude y que logra controlar, porque eso sí: mi jefe es un caballero. Ahí comienza lo mejor de mi día; mientras trabajo, esforzándome mucho para que todo quede como debe ser, mi jefe me lanza miradas tiernas y habla muy bien de las cosas que hago. Se ha hecho tarde y debo volver a casa con mis papás, me despido. Él, con su mano cálida, envuelve la mía, dice que el despacho jamás funcionaría sin mí. Me ruborizo, luego abro los ojos.
Lisbeth llega al congal arriando madres y descorriendo las cortinas. Dice que hoy es domingo, los mineros llegarán temprano. Me tocan mínimo dieciséis. 


Mi padre

Recuerdo aquel verano de la manera en que él siempre quiso que lo hiciera. La piscina bajo el sol del trópico, mis hermanas en sus tumbonas, mi madre hojeando una novela. Él con su libreta de apuntes descansaba bajo la sombra de un parasol. Mi mirada se cruzaba con la suya, mientras observaba con orgullo al grupo familiar. Era consciente de su felicidad. Por esa razón no dudo en prestarle mi memoria cuando sé que el Alzheimer está terminando de devorar la suya. Hoy intento conservar ese recuerdo para regresárselo cuando olvide nuestros nombres y el suyo. Un solo pensamiento empaña mi proyecto de simbiosis mnemotécnica: la incuestionable probabilidad de la herencia genética.


Experiencia olfativa de primer tipo

En mi nariz se rebullía la fragancia de aquella diosa. Su cuerpo, tendido bajo el mío, pugnaba por rebasar el efluvio celestial de la oquedad que acababa de recorrer. Podía pensar en la perfección de sus formas sinuosas, en la divina cadencia de sus quejidos, o en el rostro transfigurado de quien ha coronado el Elíseo. Pero, ese olor a mierdita que ahora me colmaba, la volvía tan terrenal como mi deseo ávido de volverla a penetrar.


Inter-t

En su oficina, Leucipo se debatía de nuevo contra la incertidumbre. Revisaba sus apuntes de la escena del crimen sin sacar nada en claro. El cuerpo destrozado del italiano, que pugnaba por llenar el desesperante vacío de aquella biblioteca laberíntica donde fue encontrado, presentaba señas visibles de lucha y rasgaduras profundas atribuibles a las garras de una esfinge. Esto, sin mencionar fracturas múltiples en brazos y tórax, similares a las ocasionadas por las masas de las blemias o por la implacable extremidad del esciápodo.
Durante el análisis, Leucipo repasó las declaraciones de testigos que aseguraron haber visto a la víctima discutiendo minutos antes de su desaparición con una hipatia (seguramente sobre la custodia de una hija en común). Otros observadores, de limitada credibilidad, sostuvieron que a Baudolino Aulario de Galiaudo, como decía llamarse el occiso, lo rondaban, desde hacía semanas, unos faunos casi invisibles.    
Las cavilaciones del inspector se vieron interrumpidas por la entrada de su compañero. Catapultado por la emoción, irrumpió en su despacho gritando “¡Eureka!” y agitando los brazos como si fuera a emprender el vuelo del ave Roc. Demócrito, así se llamaba, venía del laboratorio de medicina forense con una bolsita de plástico en la que se hallaba la pista decisiva de aquel embrollo intertextual: se trataba de un manojo de incopelusas provenientes de una mancuspia, que, como todos saben, la mascota consentida e insaciable de un tal Julio.


Pequeñeces

Cuando estaba en la prepa, en la clase de Biología, tuve una compañera con la que debía compartir el microscopio. Ella dijo alguna vez que tenía un gran sentido del humor.
Mi esposa dice con regularidad que la hago reír con demasiada frecuencia. Ahora que lo pienso bien, ambas tenían una afición en común: Les gustaban las cosas pequeñas. 


Una moneda

La pieza de metal aterrizó sobre el plástico del recipiente. Tome chino, vaya ahorrando pa’ uno destos… El cofre platino del Porsche rugió, eran doscientos caballos encabritados; el niño no se movía, estaba absorto con la moneda, un círculo pulido y perfecto. Cuando ésta reflejó el destello verde, al cambiar la luz del semáforo, las llantas chillaron y el auto fue devorado por el asfalto nocturno de la Quince. El estruendo del motor disimuló la voz aguda del rallón. El niño contempló sus dedos arqueados alrededor de la moneda, salpicados de escarcha plateada: pintura made in Germany. Antes de limpiarse los mocos con su manga, cerró el puño para atesorarla y al final, sonrió.


Tolkien en México

Bilbo Bolsón caminaba con tranquilamente con su equipaje al hombro cuando unos metros más adelante se detiene un par de narcocamionetas de las cuales descienden hombres armados. El hobbit se esconde dentro de un changarro del camino mientras observa como los hombres se balacean con la policía, granadas de fragmentación de por medio. Terminado el encuentro, los tipos suben a sus vehículos y se alejan. Bilbo sale de su escondite y le pregunta a la dueña del local. Señora: ¿ya voy llegando a la Comarca? La vieja le responde: Sí, pero a la Lagunera...

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